Hace tiempo leí un artículo que utiliza la figura de la orgía para referirse a la manera como las apps de citas intercambian nuestros datos con sus socios comerciales, sin el consentimiento de quienes las utilizamos. Luego de analizar las políticas de manejo de datos de cuatro apps diferentes, referirse a nuestros derechos y compartir algunos casos de abuso, el artículo ofrece consejos para utilizar estas apps de manera más segura y tomar decisiones informadas, entendiendo quiénes participan de la “orgía de datos” y bajo qué reglas.

Pero, ¿en qué se parece una orgía al registro, procesamiento y transferencia de datos? Las orgías nunca son iguales, ni perfectas ni precisas. Hay establecimientos comerciales donde se practican orgías y es necesario aceptar, de antemano, una serie de reglas para entrar porque hay un acuerdo comercial y porque se reconocen los riesgos asociados a la práctica que se está promocionando. Más allá de estos establecimientos, la orgía es simplemente una práctica sexual, que ocurre por deseo y acuerdo de sus participantes.

En su versión más deseable, hay una conversación antes. No está todo planificado y hay lugar a confusiones, por eso es tan importante tener siempre la opción de detenerse, decir no y retirarse. La primera condición de participación es estar a gusto. El cuidado es un principio que se espera mantener en todo momento. Se habla, se mira y se participa de todo lo que va aconteciendo; se exploran los límites del placer y casi siempre hay equivocaciones. Ante la incomodidad o el daño, hay espacio para ofrecer una disculpa. Hay quienes usan, o no, métodos de protección; hay distintos métodos, unos para los fluidos y la penetración, otros para la confianza y el placer mismo.

La orgía es, sin duda, menos prolija que el negocio de los datos, un proceso automatizado, controlado y minuciosamente calculado. La única manera de comparar este negocio con una práctica sexual es centrando la atención en el riesgo que implica para quienes participamos. Riesgo comercial o riesgo médico. Pero la orgía es un acto colectivo basado en el placer. ¿Por qué no hablamos de esta y otras prácticas sexuales desde el placer? ¿Por qué hablamos tan poco del placer como un escenario posible y deseable?

¿Acaso puedo decidir cómo quiero tener sexo en internet?

En las clases de educación sexual de donde vivo se suele mencionar una extensa lista de infecciones, sus síntomas y los métodos para prevenirlas, “porque lo más seguro siempre será sostener relaciones con una sola pareja”. Se habla del embarazo y la planificación familiar. Se habla de la menstruación. Es un terreno dominado por la institución médica y su pobre conocimiento sobre anatomía genital. El miedo y el asco están en el centro de infecciones irreversibles, embarazos no deseados y frustraciones amorosas. El condón y la píldora no son más que formas de planificación y los tiempos vitales se organizan de acuerdo al potencial productivo de la audiencia, idealmente escolar y adolescente, indiscutiblemente heterosexual.

No es allí donde se aprende sexo, sino mirando y probando. Para eso está el porno, el humor sexista y la práctica torpe y desconfiada. Para eso está la desviación de los valores inculcados por la familia, la escuela y la medicina. Todo lo demás asociado al sexo queda para la curiosidad privada, silenciosa, aislada y llena de culpa, o bien para el secreto compartido de la competencia fálica. El aprendizaje del sexo no puede darse sino como reacción al modelo hegemónico de amor-matrimonio-reproducción-familia. Todo lo que se sale de esa versión del ciclo vital se puede encontrar escarbando entre textos, imágenes, experiencias ajenas y propias. Entonces internet se convierte en un oráculo.

¿Acaso hay un método más seguro, contra embarazos e infecciones genitales, que el sexo virtual?Aunque implique penetración, participación de más personas, fluidos o placer, en internet se encuentra para todos los gustos. Y todavía queda espacio a la imaginación. Lo explícito lo define el mercado; el nivel de satisfacción lo pone mi capacidad de pago, en datos o dinero. Imaginemos que no he pagado por sexo, que gozo del acceso libre, mediado por una conexión, un dispositivo y una búsqueda inteligente. Más inteligente cuanto menos me vigilen, si lo veo desde mi lado humano. Más inteligente cuanto mejor acierte a mis expectativas, si lo veo desde mi lado cibernético, si lo miro desde su modelo de negocio.

No es allí donde se aprende sexo, sino mirando y probando. Para eso está el porno, el humor sexista y la práctica torpe y desconfiada.

La ilusión del acceso libre es carnal. Libre de patrones legítimos y deseables por su aceptación masiva. Libre del juicio social y libre de violencia. En internet pareciera que gozo de la privacidad necesaria para explorar mi propia sexualidad individual, compartida, colectiva, en red. Pareciera que tengo el poder de moldear mi propia identidad de acuerdo a lo que espero de las relaciones que allí entablo. Una identidad para cada espacio, para cada comunicación. Una identidad que puede, o no, ser la misma que construyo en cuerpo, en casa, en calle. Una identidad que puede ser complementaria o contradictoria, pero siempre flexible y ajustable a mis necesidades.

Lo que pasa, entonces, es que allí donde puedo obviar los riesgos médicos que marcan mi relación con el sexo por cuenta del discurso educativo, aparecen otros riesgos, asociados a los -quién sabe cuántos- terceros que median mi posibilidad de experimentar la sexualidad en distintos formatos y dinámicas. ¿Acaso puedo decidir cómo quiero tener sexo en internet? ¿O cómo quiero tener sexo en tiempos de internet? ¿O con quién? Internet reconoce mi diferencia libre y disidente de los valores inculcados. Allí donde iglesia y estado me persiguen, internet me abre un lugar. Allí donde familia y escuela me critican, internet me provee apoyo. Siempre y cuando, por supuesto, me conecte a internet. Me conecte plenamente o me conecte allí donde debo conectarme. Y ese dónde siempre tiene dueños.

Pero la intromisión de terceros en nuestras prácticas sexuales no es novedad de internet. Hace siglos que la sexualidad es un terreno administrado por la religión y el estado. Lo distinto es que la administración se hace ahora a través de bits, porque internet es un complejo de sistemas informáticos que para funcionar, requiere el permanente registro y monitoreo de actividades, requiere mantenimiento y actualizaciones periódicas. Y está en riesgo siempre porque ningún sistema es del todo seguro y porque empresas y gobiernos tienen demasiados intereses allí puestos: sobre la exorbitante cantidad de datos y sobre el grado exponencial de capitalización que alcanzan.

La intromisión de terceros en nuestras prácticas sexuales no es novedad de internet. La administración es a través de bits, porque internet es un complejo de sistemas informáticos que para funcionar, requiere el permanente registro y monitoreo de actividades, requiere mantenimiento y actualizaciones periódicas

Un placer rentable, bajo monitoreo e intereses mercantiles

En los sistemas autónomos de internet no somos otra cosa que producción de clics. Nuestro placer no es sino una sumatoria de interacciones por unidades de tiempo. Son gestos de aprobación en las redes sociales comerciales, cientos de miles de clics por segundo, que conectan páginas dentro y fuera de las plataformas. Clics registrados y plenamente identificados en ubicación y tiempo, triangulados con otros clics, procesados automáticamente y prolijamente organizados para construir cada vez más pequeños grupos de usuarios, cada vez más precisos segmentos de consumo.

Estos segmentos no incluyen el estimado 35 por ciento de la población mundial que está desconectada, todavía. Estos segmentos se construyen reconociendo los distintos tipos de conectividad, así como los niveles de velocidad y latencia que garantizan, o no, una conexión de calidad; reconociendo, a su manera, que no nos conectamos en la misma red, que no tenemos las mismas herramientas ni gozamos de las mismas destrezas para navegar a gusto. Que no siempre tenemos cuartos propios ni tiempo suficiente, ni dominio de la lengua digital. Que internet, como el placer de nuestros cuerpos, depende de condiciones externas tanto como de capacidades propias.

Internet mediante, el placer no es más que un sistema de vigilancia y de control, donde el gusto se capitaliza en la oferta para todos los gustos, donde la diferencia se expresa en interacciones y la diversidad en mayor consumo, donde cualquier cuerpo, estética o identidad por fuera de la norma está disponible para mi consumo y es rentable para alguien más. Porque hoy día la norma no va de la mano con la rentabilidad. Porque internet es propietario y allí se cierran unos canales para abrir otros. Porque allí se atienden las necesidades morales de gobierno y mientras tanto se monetiza la exclusión.

En internet el sexo no implica intercambiar fluidos. Podemos eyacular y nuestros genitales no tendrán que compartirse entre ellos, ni con la lengua ni con el ano ni con los dedos de quien tenemos al frente. Nuestros cuerpos podrán lubricarse con solo ver, con solo leer. Tendremos que cuidar nuestro cuerpo antes, durante y después del placer, y solo el registro visual de las otras personas tendremos que cuidarlo también.

Internet mediante, el placer no es más que un sistema de vigilancia y de control, donde el gusto se capitaliza en la oferta para todos los gustos, donde la diferencia se expresa en interacciones y la diversidad en mayor consumo

A cambio, debemos entender que cualquier práctica sexual en internet -ver porno, enviar y recibir textos, fotos o vídeos, visitar galerías, leer textos eróticos para estimular la masturbación o conectar un juguete- es administrada y monitoreada por terceros que, no, no participan de una orgía en la que podemos estar de acuerdo en participar. No es un problema de consentimiento, es que alguien más tiene el poder de definir cómo y para qué tenemos sexo en internet, ese terreno espinoso disfrazado de acolchadas superficies, ese fetiche para la estimulación del cuerpo que bien puede lastimar o acariciar a quien lo navega.

¿Desde cuándo el sexo está directamente asociado a la violencia? O quizás vendría bien saber ¿Desde cuándo el sexo no es un ejercicio propio, autónomo y consentido por quienes participan? ¿No sería eso deseable? Para mí es deseable una sexualidad libre de intereses comerciales y de terceros no invitados. Para el ejercicio del trabajo sexual, contar con derechos laborales que garanticen la seguridad médica y económica. Pero más allá de eso, una sexualidad basada en la capacidad de decidir y también de identificar los propios deseos, placeres y preferencias. Una sexualidad que no acepte marcas institucionales de premio y castigo. Una sexualidad que no sea fija ni determinada por clasificaciones médicas o legales. Una sexualidad que alimente nuestra dignidad y nuestra felicidad. Una sexualidad que no empieza y, por tanto, no dependerá de los criterios mercantiles de internet.

 

Ilustración: Ja`s ink on paper

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